El viejo lobo de mar

jueves, 26 de abril de 2007


A pesar de que este relato no está incluido en la saga "Relatos desde el Umbral", me ha parecido interesante subirlo aquí. Espero que os guste, se trata del primer capítulo de una novela acerca de la piratería en el siglo XVI.



El viejo lobo de mar
Por Roberto Julio Alamo


Arreciaba la tormenta y la mar estaba embravecida, las gaviotas sobrevolaban el puerto de Rothersville, y se escuchaba el crujido de la madera de las embarcaciones mecidas por el agua. Tremendas olas chocaban continuamente contra la pared escarpada del acantilado, y una silueta descendió la escalinata de madera, y cruzó el viejo muelle, cojeando y aproximándose a los faroles que bordeaban el paseo. Mesó sus barbas blancas, frunció el ceño, y se resguardó alzando el cuello de su chubasquero. Junto a un pequeño bote carcomido, se alzaba una antigua embarcación, amarrada por diez sogas, y mostraba en su proa, de forma majestuosa, una estatua vetusta y bien tallada, representando una bella sirena. El hombre ascendió por la pasarela, y colocándose bajo las velas dobladas, junto al erosionado mástil, encendió un fósforo para prender un manojo de tabaco alojado en su elaborada pipa.

La ventisca golpeaba con fuerza, y empujó unos cuantos barriles, que echaron a rodar armando un estruendo. Algunos pordioseros recogían verdura podrida que los comerciantes habían tirado, y el viejo hombre, extendió su catalejo en cubierta y oteó el horizonte. El viejo lobo de mar llevaba tiempo sin levar el ancla, sin ordenar arrojar las redes de pesca, y sin surcar los mares; añoraba navegar. Conrad Melville era su nombre, y sus ojos ancianos y cubiertos de lágrimas observaban el ancho mar.

El viejo buque pesquero se llamaba El Bastión de Rothersville, e innumerables veces había viajado por aquellas aguas, y no siempre con el propósito de echar las redes; las bodegas estaban vacías, y el anciano observaba cada palmo de la embarcación con verdadera nostalgia. La tristeza le embriagaba, y sus pupilas, testimonio de sabiduría, se fijaron en el oleaje que sacudía el casco. El mar tempestuoso le había arrebatado lo que él más quería en el mundo, y aquella era la razón por la que despreciaba la vida, aquella era la razón por la que había dejado de navegar. Ningún tesoro, por muy ostentoso que fuera, lograría ahora ocupar el vacío que trastornaba a Melville. Su mente, ofuscada tras deprimentes pensamientos, no cesaba en su empeño por recordar aquellos días gloriosos en los que la vida no parecía llegar a su fin.

Los impresionantes astilleros estaban clausurados, al igual que los comercios, debido al terrible temporal que se había desatado, y el anciano infortunado, haciendo caso omiso de aquel clima adverso, caminó lentamente hasta popa y ascendió a la barandilla de roble que bordeaba la cubierta, como si de un amotinado obligado a saltar se tratara. Exhaló humo de su vieja pipa y la arrojó hacia las aguas saladas del mar, y observó como lentamente se hundía apagando la llama. Después, se giró hacia los acantilados para observar por última vez la tierra firme, y se lanzó al líquido elemento.

Qué sentido tenía para él seguir viviendo, si su amada Elsa había sido despojada de vida, si la parca, en forma líquida, se la había llevado para siempre… Mientras el viejo lobo de mar se hundía progresivamente en el agua, mientras el oxígeno se le agotaba y sus pulmones se encharcaban, él se preguntaba qué otras opciones hubiera tenido en vida si no era tal su final. Cuan irónico se muestra el destino, pues allí se ahogaba lentamente aquel viejo, que poseía uno de los secretos más codiciados por los marinos, pero que lejos de darle importancia, lo sepultaba de su recuerdo. Y Conrad Melville se hundía como lo había hecho su labrada pipa, llevándose a su eterno lecho submarino aquellos conocimientos ansiados por los avaros que surcaban aquellas aguas en busca de fortuna.

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